Por María Eugenia Bueno, doctora y licenciada en Geografía e Historia por la Universidad de Salamanca y consejera del Consejo Social de la Universidad

Son las cuatro de la tarde.

Estoy sentada en la mesa de esta casa rural que nos acoge cuando llegamos a las tierras de la montaña palentina. Hoy es el cumpleaños de nuestro hijo: cumple veinticinco años.

Ellos duermen y yo velo sus sueños.

¡Qué mayor está! Le saca una cabeza a su padre, a ese padre que desde niño le llevaba de caza para que aprendiera la verdad de vivir. La caza es una escuela. La caza no es disparar o matar, la caza es una manera de entender la vida, de aprender, de asimilar que el mundo es naturaleza viva en connivencia exacta con el hombre.

El cazador, el buen cazador, en contra de lo que muchos creen, es el verdadero guardián del equilibrio natural. No me valen esos mantras repetidos en su contra. Acémilas hay en todos los sitios, profesiones, aficiones. La actitud es cosa de los humanos, y siempre hay de todo. Pero la mayoría de los que yo conozco son cazadores de alma y voluntad. La caza es una parte importantísima de la historia de la humanidad: es aprender a sobrevivir.

La caza no es disparar o matar, la caza es una manera de entender la vida, de aprender, de asimilar que el mundo es naturaleza viva en connivencia exacta con el hombre

Miro a mi hijo y me lleno de recuerdos. Cuántas veces se quedó dormido entre mis brazos, en el puesto o en el coche, allí en el monte esperando a su padre, con su cuerpo pequeño y sus ojos de mar. La caza, en nuestra casa, siempre la hemos concebido como actividad familiar. Cuando nació, estuvimos sin cazar dos años, pero cuando el andar estuvo superado y desechado el pañal, volvimos a disfrutar de la caza. En las primeras monterías aún le veo con el sombrero “Barbour” de su padre, el de ala ancha, cubriéndole la cabeza entera hasta los hombros.

Con un palo en una mano y, con la otra, agarrado a su padre tras el almuerzo, cuando llegaban las reses, se iban a verlas y a juzgarlas. La voz tranquila y, a la vez, emocionada, le explicaba y le contaba cuanto sucedía. Con la caza aprendió a tener silencio, paciencia y a observar. Pasó de mirar a ver y a llenarnos de preguntas sobre los enigmas que nos rodeaban, cuando la niñez no era capaz de explicar. Aprendió las estaciones del año y sus colores, a diferenciar la encina, el alcornoque, la jara y el romero. Yo le explicaba quién era el viento y por qué hay árboles que pierden el vestido y otros no. Los ruidos desaparecieron para convertirse en sonidos. Las palabras ancestrales inundaron también su vocabulario: rehalas, visos, acero, el camino, el sendero. Habló con la tormenta, conoció a la lluvia y aprendió a tragar el polvo de los caminos, a pistear.

Alfredo padre e hijo, oteando el horizonte antes de poner pie en tierra.
Alfredo padre e hijo, oteando el horizonte antes de poner pie en tierra.

Con el paso del tiempo comprendió lo importante que es mirar y ver, descubrir a las reses, saber que el aire puede ser un aliado o un delator. Madrugar no era sinónimo de colegio: era subir al monte, disfrutar de ese padre que a diario solo veía al beso de las buenas noches. Aprendió a respetar la voz de la experiencia, la de los monteros viejos, la que en el relato de sus lances apila, como si de una enciclopedia oral se tratara, un mundo mágico. Comprendió que no siempre se gana, que hacer las cosas bien suele llevar tiempo y, tal vez, al triunfo, pero que muchas otras veces son los imprevistos de la vida los que te dejan con las manos vacías. Pero no pasa nada. Como escribía Kipling, «el triunfo y la derrota son dos impostores». No todo se consigue a pesar de los esfuerzos, las caminatas, el calor o el frío, y aceptarlo se llama humildad. Aprendió a doblegar la ira, algo imperdonable en un cazador. Comprendió que la res que se va no es un fracaso: simplemente queda en el monte para hacer, otro día, una nueva fortuna. Entendió que la muerte no es el final, sino el principio de un trofeo.

Entre monterías, berreas y recechos fue conformándose el hombre en el que se ha convertido, el que esta mañana, a las cinco, se levantaba con la ilusión de compartir afición con su padre.

La lluvia fue compañera desde que nos acostamos y, de la mano del aire, golpeaba sin piedad los cristales del cuarto. Aire y agua parecían lamentos. Cansada, me quedé dormida. En pocas horas nos levantamos. El monte estaba esperando.

Me pareció un segundo el que había pasado cuando sonó el teléfono, ese indiscreto pero necesario compañero. Saltamos de la cama. No hablábamos, simplemente empezamos el ritual de la ropa de caza: esa encebollada sumatoria de capas para que, a medida que pasan las horas en el monte, nos vayamos despejando de ellas en función del tiempo atmosférico. Hoy no sobraba ninguna, a pesar de estar a primeros de mayo.

Esto es la caza: compartir, educar, valorar, generar experiencias sanas que le ayudarán sin duda en la selva urbana de la vida

Me bajé a preparar un desayuno frugal y unos sándwiches para el monte. Ellos bajaron, como si solo existiera un mundo: el rececho. La escalera de piedra de la casa rural me dio una estampa, y me sentí feliz de verlos compartiendo una afición, no importando el madrugón. Recogieron las armas y él cogió también la de su padre. Nos fuimos al monte, ya entre dos luces.

Hemos visto caza, han hecho juntos las aproximaciones. No ha habido suerte, pero ahora él le cuida y le lleva la carga, como antaño mi marido se la llevó a su padre.

Son dos en uno. Lo que importa es que están juntos. En breve los despertaré.

Esto es la caza: compartir, educar, valorar, generar experiencias sanas que le ayudarán sin duda en la selva urbana de la vida. Conociendo el medio, al otro, al oponente, tienes mucho adelantado. Hacer del reto no un combate, sino una estrategia, le abrirá las puertas de la vida. No solo será un gran cazador, será un hombre completo en alma y cuerpo.

Huele a tierra mojada. El cielo se rompe entre rayos y agua. El bosque se difumina ante nosotros. Esta tarde no habrá caza, pero cuando mañana amaine todo —los hayedos, robledales albares, el pinar autóctono, el tapiz de arbustivas de las avellanedas, el espino, los piornales, brezales, todo lo que conforma los matorrales de estas maravillosas tierras— seguirán esperándonos.

Junto a ello, el pastizal y el cervunal nos regalarán al “duende del bosque”, y si no, volveremos otro fin de semana.

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